Soy el Hombre Perdiz y tengo piscina. No
estoy acostumbrado a hacer estos alardes de exposición pública, pero ya que se
me ha pedido comparecer aquí hoy y hablar sobre mí, no tengo más opción que
acatar la prerrogativa y mostrarme solícito. Si hubo un tiempo en que mi
actitud fue decididamente contestataria, ahora no soy más que un rockero
trasnochado de 35 años.
Me dedico a merodear por las laderas de los
volcanes, porque los volcanes cuando entran en erupción no arrojan lava, como
todo el mundo cree, sino cintas de casette, las viejas cintas de casette que la
gente ha ido tirando a medida que los discos compactos fueron tomando el poder,
para luego ser desbancados a su vez por los archivos descargables. Todas las
recupero, todas las cintas, vengan sueltas o con su estuche. Y todas las
escucho. Y así he conseguido conservar mi adolescencia gracias a los hits de Mötley
Crue y Duran Duran, por ejemplo.
De mis granos pajeros –cada vez más escasos- no
sale pus sino gelatina de fresa. Creo que es porque adoro el glam rock. Y como
todo el mundo sabe, las vendedoras de lotería de la Puerta del Sol son muy
aficionadas a chupar gelatina de fresa, por eso me paso por allí cada vez que
puedo y les dejo lamerme la faz a cambio de unos décimos de lotería que nunca toca,
pero ilusiona.
Crecí en un pueblo de mar brava junto a mi
padre, que se empeñó en construir una playa con arena y pequeños cantos rodados
negros. Él decía que sería el autor de la gran cookie. Pero la playa se le
llenó de tipos vestidos de negro y hoy es la playa gótica más famosa del mundo.
Acuden góticos llegados de todos los países en vías de desarrollo a bañarse sin
quitarse las botas ni los abrigos de cuero. El agua está negra de tanto rímel.
Las colchonetas –negras- tienen forma de bota y los patinetes –negros- chirrían
imitando los agudos de Robert Smith, el de The Cure.
Mi padre se murió porque no soporta las guitarras
distorsionadas. Le brotó una peluca estilo imperio y se creía Mozart, antítesis
del gótico. No estaba bien. Menos mal que la palmó por su cuenta, porque si
tengo que matarlo yo… Estuvo tentado de poner un chiringuito, pero se le
adelantó un alcalde popular, que con su visión única de los negocios, plantó un
cementerio celta en mitad de la playa y todos los sepelios eran llorados con
pasión sobreactuada por los góticos, previo pago.
Mi padre era un desgraciado. Mi madre lo
sabía y ni siquiera llegó a entablar relación con él más allá de la cópula que
me trajo al mundo. Caracoles. Manda cojones, dicen los caracoles, que el
periodo más largo de paz en la Historia de España haya sido una dictadura. Mi
madre estaba empeñada en encontrar dos caracoles iguales. Salía al campo a
cogerlos en cuanto llovía un poco y los acumulaba para estudiarlos
detenidamente con una lupa absurda que tenía de una colección de sellos. Los
caracoles por la noche intentaban escapar, se comprende, y farfullaban cuando
mi madre los cogía por la mañana en el umbral de la puerta. Farfullaban como
viejos profesores de historia. También vendió durante una temporada, a
domicilio, libros sagrados lacrimógenos, no lacrimógenos porque hicieran
llorar, sino porque eran los propios libros los que tenían la capacidad del
llanto. Tenía una Torá que berreaba insoportablemente. Y un Popul Vuh de lo más
estólido, que gemía como una vulgar Biblia de Jerusalén, la de los
neocatecúmenos, con ese llanto que lo que apetece es emprenderla a golpes con
los encuadernadores de biblias.
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