Pierre Picock lleva años
mirándose los dientes en el espejo y en su cabeza suena el eco de las palabras
de su madre, que le repite una y otra vez que necesita una ortodoncia. Pero
Pierre no lo ve claro. Ya se ha acostumbrado a cubrir su boca con la mano cada
vez que ríe, que habla, que grita. Piensa que nunca ha tenido problemas para
besar a nadie, así que…
La idea de llevar hierros
en la boca, la idea de comer los alimentos en sopa o en puré, qué asco, la idea
de morder con cuidado, la idea de alterar el aspecto general de la voz, la idea
de dejar de fumar, la idea de parecerse al malo aquel de la peli aquella de
James Bond, la idea de hacer el ridículo, la idea de que se le confunda con un
esteta superficial, la idea de que no sirva para nada. Pierre Picock nunca se
ha lavado los dientes varias veces al día. Ni siquiera se los lava a diario. Si
no fuera una guarrada insalubre, sería un acto revolucionario. Durante los años
que vivió con su prometida, la observaba por la mañana, por la tarde y por la
noche y siempre se lavaba los dientes. Nunca se le olvidaba. Comía chicle y se
untaba los labios con vaselina. Picock y su prometida tenían por delante el
reto de afianzarse como pareja y tener hijos. Tendría que enseñar a sus hijos a
lavarse los dientes tres veces al día, como a él le dijo siempre su padre. A
pesar de eso, él no ha logrado establecer el hábito en su vida. La educación no
es una unidad. Picock es, sin embargo, un seductor. No pierde ocasión para
jugar a las miradas con cualquier desconocida.
Puede que Pierre Picock
opte por la ortodoncia. No en vano, son muchos meses ya sin besar unos labios y
la seguridad en uno mismo se pierde como el agua en pleno verano.
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