Simona Katjenski conoció
la leyenda de la dama de blanco en versión islámica. La mujer de la curva de la
carretera secundaria que se aparece en mitad de una oscuridad impenetrable,
vestía un burka. La cuestión es detener el coche y abrir la puerta del coche y
salir del coche y deslizarse pegado a la carrocería del coche y… es que no es
que asuste igual, es que asusta más.
Pasados los años, la
guerra empieza a ser historia. De siempre, desde niña, Simona tiene miedo de
todas esas mujeres tapadas. Vas a tener suerte, Simona, le decía su abuela. Tú
no tendrás que vivir tapada. Pero todavía hay campamentos custodiados por filas
de hombres armados de tradición. Y ellas están obligadas a decir que lo hacen
por propia voluntad, porque es mandato divino. Alá las tenga en su gloria. Tú
no sentirás la debilidad de las que viven privadas de luz solar. Tú vas a ser
el orgullo de esta familia estés donde estés. Todo eso le decía a Simona su
abuela y todo eso le venía a la cabeza una y otra vez en esas largas tardes
lluviosas en las que pasaba las horas fumando porros tirada sobre la cama. Cada
cierto tiempo se levantaba para ir a mear y a la vuelta asomaba su rostro a la
ventana. Paraguas y coches y la luz artificial que le iba ganando la partida a
la luz plomiza. Al otro lado de la puerta de su habitación, sus cinco
compañeros iban llegando de sus respectivas rutinas dispuestos a cenar, mirar
la tele o escuchar música, quizás leer, finalmente dormir. Dos japoneses
absolutamente herméticos, una española locuaz, una escocesa de padre escocés y
madre mexicana y un estadounidense de padres judíos que ha sido el último en
llegar. Hay cambios habituales, algunos están un año, otros tan sólo unos
meses. Simona llegó hace casi un mes y está como paralizada. El idioma le
parece muy complicado, no consigue hacerse entender. Le gustaría conversar con
Simon Copperland, le hace gracia que se llame como ella y sea un hombre. Pero
Copperland no parece un tipo muy comunicativo. En estos pocos días que lleva en
la casa, se desliza como un fantasma. Simona ha averiguado que es dj. Muchas
noches sale a eso de las ocho con una maleta negra con remates metálicos.
Siempre viste jeans, camisa, chaleco, botas y sombrero de cowboy. Simona hoy no
puede dormir. Simon hace tres horas que se largó. Simona sale de su habitación.
Todos los demás duermen. Simona entra en la habitación de Simon. Ve una
guitarra eléctrica blanca colgada en la pared, frente a la cama. Por el suelo,
ropa tirada y cajas de zapatos llenas de cedés. Simona se sienta en el suelo y
comienza a mirar las carátulas. Sobre la mesilla hay un discman conectado a
unos pequeños altavoces. Simona cierra la puerta. Saca un disco de su caja. Lo
pone con un volumen mínimo. Sigue mirando otros discos mientras cabecea al
ritmo de la música. Stop. Quita un disco. Pone otro. Stop. Quita ese. Pone el
siguiente. Stop. De pronto se abre la puerta. El tiempo se detiene, como cuando
uno está contento. Simona y Simon se miran inexpresivos largo rato. Simon
sonríe primero y Simona le secunda.
Simon y Simona han echado
dos polvos y medio y han seguido escuchando música, pero el sexo no parece ya
esa mecha que antaño atizaba la pasión. Ni siquiera el hachis lo hace. A
Copperland le repetía una y otra vez su padre, católico convertido al judaísmo
para casarse con su madre, que no hay nada que no se pueda ser. Y ahora él,
Simon Copperland, va disfrazado a trabajar. Su abuela creía en un dios. Su
madre en otro. Y él se disfraza de cowboy para ir a trabajar. Y su nuevo primo
Pavel está al caer. O eso cree Copperland, porque Pavel Brajkovic siempre encuentra
una nueva excusa para posponer sus viajes alrededor de la Tierra. Muchos años
más tarde seguirá coleccionando documentales sobre esta isla del Pacífico o
aquel pueblo amazónico.
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