martes, 24 de enero de 2012

Zona de confort. Simona Katjenski

Simona Katjenski conoció la leyenda de la dama de blanco en versión islámica. La mujer de la curva de la carretera secundaria que se aparece en mitad de una oscuridad impenetrable, vestía un burka. La cuestión es detener el coche y abrir la puerta del coche y salir del coche y deslizarse pegado a la carrocería del coche y… es que no es que asuste igual, es que asusta más. 
Pasados los años, la guerra empieza a ser historia. De siempre, desde niña, Simona tiene miedo de todas esas mujeres tapadas. Vas a tener suerte, Simona, le decía su abuela. Tú no tendrás que vivir tapada. Pero todavía hay campamentos custodiados por filas de hombres armados de tradición. Y ellas están obligadas a decir que lo hacen por propia voluntad, porque es mandato divino. Alá las tenga en su gloria. Tú no sentirás la debilidad de las que viven privadas de luz solar. Tú vas a ser el orgullo de esta familia estés donde estés. Todo eso le decía a Simona su abuela y todo eso le venía a la cabeza una y otra vez en esas largas tardes lluviosas en las que pasaba las horas fumando porros tirada sobre la cama. Cada cierto tiempo se levantaba para ir a mear y a la vuelta asomaba su rostro a la ventana. Paraguas y coches y la luz artificial que le iba ganando la partida a la luz plomiza. Al otro lado de la puerta de su habitación, sus cinco compañeros iban llegando de sus respectivas rutinas dispuestos a cenar, mirar la tele o escuchar música, quizás leer, finalmente dormir. Dos japoneses absolutamente herméticos, una española locuaz, una escocesa de padre escocés y madre mexicana y un estadounidense de padres judíos que ha sido el último en llegar. Hay cambios habituales, algunos están un año, otros tan sólo unos meses. Simona llegó hace casi un mes y está como paralizada. El idioma le parece muy complicado, no consigue hacerse entender. Le gustaría conversar con Simon Copperland, le hace gracia que se llame como ella y sea un hombre. Pero Copperland no parece un tipo muy comunicativo. En estos pocos días que lleva en la casa, se desliza como un fantasma. Simona ha averiguado que es dj. Muchas noches sale a eso de las ocho con una maleta negra con remates metálicos. Siempre viste jeans, camisa, chaleco, botas y sombrero de cowboy. Simona hoy no puede dormir. Simon hace tres horas que se largó. Simona sale de su habitación. Todos los demás duermen. Simona entra en la habitación de Simon. Ve una guitarra eléctrica blanca colgada en la pared, frente a la cama. Por el suelo, ropa tirada y cajas de zapatos llenas de cedés. Simona se sienta en el suelo y comienza a mirar las carátulas. Sobre la mesilla hay un discman conectado a unos pequeños altavoces. Simona cierra la puerta. Saca un disco de su caja. Lo pone con un volumen mínimo. Sigue mirando otros discos mientras cabecea al ritmo de la música. Stop. Quita un disco. Pone otro. Stop. Quita ese. Pone el siguiente. Stop. De pronto se abre la puerta. El tiempo se detiene, como cuando uno está contento. Simona y Simon se miran inexpresivos largo rato. Simon sonríe primero y Simona le secunda.
Simon y Simona han echado dos polvos y medio y han seguido escuchando música, pero el sexo no parece ya esa mecha que antaño atizaba la pasión. Ni siquiera el hachis lo hace. A Copperland le repetía una y otra vez su padre, católico convertido al judaísmo para casarse con su madre, que no hay nada que no se pueda ser. Y ahora él, Simon Copperland, va disfrazado a trabajar. Su abuela creía en un dios. Su madre en otro. Y él se disfraza de cowboy para ir a trabajar. Y su nuevo primo Pavel está al caer. O eso cree Copperland, porque Pavel Brajkovic siempre encuentra una nueva excusa para posponer sus viajes alrededor de la Tierra. Muchos años más tarde seguirá coleccionando documentales sobre esta isla del Pacífico o aquel pueblo amazónico.

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